domingo, 24 de abril de 2011

Realidad sin Magia

Y solo bastó un segundo para que aquel niño destruyera el recuerdo falso que sus padres habían creado en su mente. En su pupila se reflejo aquel atardecer en el que su padre, armado de un grueso diccionario, demostró que la magia no era verdadera y lo único que existía era la realidad. -Si lo decía un libro debía ser cierto-, pensó el muchacho. Ahora estaba plantado, en el fango, viendo cómo todas sus esperanzas morían con aquel pasado. Una simple larva de una mariposa le demostró que su padre tenía razón. Su niñez se fue con esa pequeña silueta del color del limón, de cuerpo alargado moviéndose con la ayuda de varias patas, de cabeza puntiaguda de la que se deprendían espinas apuntando a su cola. Esa pequeña criatura era muy delicada, pero tenía una fuerza que nadie conocía, a sus espaldas estaban milenios de historia china, de leyendas aztecas, de mitología egipcia, de ideología incásica, todo el mundo se movía en el rastro, de aquella hoja, donde se posaba la oruga. El niñito tuvo el placer de ver su crisálida y, de ella, nacer una mariposa, pero nada fue tan hermoso como aquel épico crio previo, al que nadie prestaba atención, al que muchos miraban con decepción. Al regresar a casa, le preguntaron si había descubierto algo nuevo y, en un infantil silogismo de los dos únicos recuerdos de este viaje, respondió:-Que la magia no es verdadera, que lo único que existe es la realidad, y que mientras sepa que una mariposa vuela en algún lugar del mundo, sabrá que alguna vez existió un dragón-. Y se fue mirando al verde horizonte, tratando de encontrar su realidad, ahora había madurado, pero nadie lo entendía, nadie lo sabía.

martes, 12 de abril de 2011

¿Tiempo sin Muerte? ¿Muerte sin Tiempo?

Por mucho tiempo un chico vio pasar, todos los días, a un cenizo y pequeño anciano, de larga barba blanca, contextura tísica, y que además no podía caminar sin dejar de apoyarse en un arrugado bastón de madera. El viejo sabio siempre subía hacia el tope de un risco, se sentaba al borde y gastaba hora tras hora jugando con la arena, pasándola de una mano a otra. Un día, el chico, impulsado por su juvenil intriga, se dirigió hacia la frágil figura y le preguntó qué es lo que hacía. El anciano, sin mirarlo, respondió: -Disfruto la vida-. El chico rió con desdén, -¿Cómo puede disfrutar la vida si la desperdicia siempre en este lugar?- dijo el muchacho sin dejar de reír. El pequeño hombre, concentrado en su empresa, continuó:-Eso tú lo piensas porque no entiendes lo que es la muerte-. El muchacho, ahora confundido por la respuesta, decidió sentarse. -Todo empieza con entender lo que es el destino, y todo lo puedes resolver con tus dos manos y un puñado de arena-, dijo el sabio. El chico solo miro sus extremidades con asombro, -¿Cómo?-. El viejo movió su bastón, enterró sus flacos dedos de su mano izquierda en la arena, tomó todo lo que pudo, la levantó boca a arriba y la cerró, -esto es el tiempo-, susurró sin quitar los ojos de su puño. Luego, en un movimiento lento, extendió su palma derecha bajo la mano llena de arena, -esta es la muerte- continuó. Dejó caer una hilacha continua del elemento, -Este es el paso del tiempo, cada vez más rápida, cada vez con menos peso, cada vez con menos fuerza-. Un minuto después, su mano izquierda se quedó vacía y  la derecha contenía una pequeña duna, -todo el mundo sabe que cuando el tiempo se acaba, cuando la arena deja de caer, la muerte está llena-, levantó ante los ojos del joven sus extremidades, -Pero casi nadie entiende que la arena no solo sirve para ser desechada hacia la muerte, sino que también sirve, para que un anciano entienda y disfrute su propia vida- explicó el hombre mientras depositaba la montaña de polvo en las manos del muchacho. –Mi tiempo ya se acabó, mi muerte se llenó, ahora tú, utiliza este puñado para empezar tu vida-, gritó aquel hombre mientras se esfumaba con el viento. Durante cien años el chico, ya hecho hombre, repitió el mismo rito aprendido de aquel anciano. En sus manos millones de vidas nacieron y murieron sin ser reconocidas, al igual que perecería su existencia, ya que nunca hubo un joven lo suficientemente valiente como para preguntar: -¿Qué es lo que haces?-. Ahora infinitas las vidas que nacen y mueren en esas manos llaman a su creador Dios.

domingo, 3 de abril de 2011

Leyenda sin Memoria, Beso sin Recuerdo


Cuenta una vieja leyenda, olvidada por el viento del pasado, que en un principio la Tierra era un desierto inhabitable. Un día dos inmortales, un hombre y una mujer, que cayeron por casualidad en el planeta, encontraron a un primitivo animal en agonía, los rayos del sol, que caían directamente en las rocas, lo habían quemado hasta dejarlos sin pelo ni piel y no existía elemento alguno que pueda refrescar sus llagas. Los inmortales tenían que tomar la decisión, salvarlo o dejarlo morir. Durante miles de años se esforzaron por mantener viva a la criatura, esfuerzo que desembocó en un amor irresistible, pero la exhaustiva tarea no les permitió conjurarlo: no les daba tiempo para tocarse. A pesar de que siempre estaban frente a frente, muy cerca, nunca pudieron besarse. En una ocasión, mientras conversaban, se dieron cuenta de que el animal, al que habían llamado Hombre, necesitaba desplazarse por el planeta, además de que ya había descubierto la manera de reproducirse, así que tenían que tomar la determinación de ser los protectores de la nueva especie o abandonarla a su suerte. Estaban consientes que para eso tenían que inmolarse totalmente a la tierra, y, con la sabiduría que solo un Dios tiene, lo hicieron de la mejor manera. Mar, la inmortal, fue la primera: entregó su cuerpo a la creación de los de la bóveda que contendría a los océanos y los ríos. Después vino Cielo el inmortal: se entregó al viento y a las estrellas, creando un subsuelo que cubra al Hombre de sol y su peligro. No se despidieron con más que una mirada, sin tocarse sin besarse, frente a frente. El Hombre, consciente del amor que había frustrado por su ínfima existencia, sacrificó el recuerdo de esta historia, todo para que Cielo y Mar se pudieran tocar. Es así que el hombre invento el acto más romántico de la existencia del Universo: creó al Atardecer. En su primera frase articulada lo califico como -El único momento en el día en que Mar y Cielo se dan un beso-. El pacto quedó sellado. Ahora el hombre ha olvidado esta historia, pero recuerda, desde siempre, que no existe mayor romance que el que nace del beso del sacrificio al Atardecer.