lunes, 30 de mayo de 2011

Horizonte de Luces

Su vida la consiguió, ella sola. Desde pequeña soñaba con las estrellas, las miraba, las analizaba, trataba de buscar algo en esa infinita oscuridad adornada de luz, pero no podía descifrar que era. Creció sin olvidar que aún le faltaba que algo había sin indagar en el cielo, y con el sentimiento permanente de no dejar su existencia hasta que pueda encontrarlo. Con esfuerzo llegó convertirse en astrónoma, su presente giraba solo en eso, en sus estudios, en antiguas propuestas, en cosas que no parecían reales. A pesar que pasaba casi todo el tiempo entre planetarios, telescopios, mapas astrales, y cálculos, consiguió formar una familia. Pero, tras un par de años, todos se fueron. Ella ni siquiera lo notó, siempre se mantuvo mirando hacia arriba. Un día, en un arrebato desesperado de encontrar la razón de su búsqueda, decidió olvidar su ciencia, así que fue al abrigo del misticismo astronómico, fue guiada por una Epifanía, ésta la llevó al cielo, primero fue un ligero impulso en los pies, luego, con cada segundo que pasaba, su cuerpo era poseído por una extraña atracción al vacio, semejante al caer en un abismo, solo que esta vez era hacia sus amadas estrellas; de repente, despertó. Su revelación se había convertido en un fantástico espejismo, tan fantástico que no valía la pena su estudio o análisis. Después de eso pensó que su trabajo debía ser más arduo. Pasó varios años, en un observatorio, mirando al limbo, casi sin comer, casi sin dormir. Al cumplirse una década de su esforzada reclusión, se dio por vencida. Con lágrimas quemándole la cara, descubrió que lo que buscaba no estaba en las estrellas, pero que el cielo lo contenía. Salió desesperada, sin saber a dónde ir, estuvo varios días vagando por las calles en su auto, sin dejar de mirar sobre su cabeza. No entendía su obsesión, nadie lo hacía, pero todo acabó esa noche. Fue aquella en la que al fin miro a la tierra, su camino, ahí estaba su gran repuesta en algo que las personas a su alrededor ignoraban: era una larga avenida; a sus costados, en perfecta alineación paralela, se encontraban sembrados arboles muy frondosos, y sobre ellos, en el mismo orden, habían brillado intensamente cientos de faroles dobles, todos seguían en sucesión hacia la cima de una larga pendiente, sin que ninguno saliera del lugar que le correspondía. Había entendió ahora. Trataba de abrir más los ojos para admirar mejor lo que veía, pero el sueño de diez años los cerraban con más fuerza; intentó escuchar a su alrededor, pero la costumbre de tan solo observar la silenció; quiso gritar su descubrimiento, pero el hambre de tanto tiempo la cayó. Entonces, un pequeño impulso en su espalda, la paralizó e hizo que sus piernas ya no respondieran, su pie se volvió peso muerto sobre el acelerador, cada vez la velocidad era más fuerte, parecía que la gravedad no existía, seguía subiendo aquella pendiente. Los faroles se convertían en estrellas fugaces, y, entre todos, formaban un camino. Ella al fin era parte de ese mundo, desde lejos, dicen los que la vieron por última vez, parecía que las luces de su auto se confundían con las bombillas de los postes. Hasta ahora, nadie sabe lo que pasó esa noche. Cuando los bomberos buscaron entre los fierros retorcidos del auto no encontraron nada. Así que se dice que, en la cima de aquella colina, por la negrura de su pavimento confundida con el cielo, alumbrada por un camino de cientos de estrellas titilantes, ya solo se veían las luces de la ambulancia vacía; pero también dicen que, si se miraba desde el inicio del sendero, se veía una nueva estrella azul, purpura y roja; la cual brillaba, entre sus últimas hermanas, con más intensidad que las otras, formando la única constelación que vive en la tierra y muere en el horizonte.

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